El amigo Pacman, ese que nos deslumbró con su tecnología en nuestros años de infancia. Ese que se robaba horas de mi verano en un flipper a maltraer en la playa, ese que además de tragar frutitas de poder y fantasmitas azules, terminaba por comerse todo el dinero que lograba pedirle a mis papás para gastar en las vacaciones, que por cierto no era mucho, pero para mí era una verdadera fortuna. Yo iba todos los días a los flipper a jugar exclusivamente PacMan. Iba después de almuerzo y terminaba a "altas horas de la noche" (cerraban los juegos a las 23:00, hora solo aceptable en verano para que yo andubiese despierta y dando vueltas fuera de casa), en lugar de bajar a la playa con mi familia, no me gustaba mucho así que prefería pasar mi tarde en las maquinitas. Llegaba y si lo estaban ocupando (que usualmente eran chicos un poco menores que yo porque los de pelea eran más difíciles), esperaba pacientemente a que lo desocuparan. Generalmente me turnaba con los niños, una vez un nene, una vez yo, una vez otro y de nuevo una vez yo, y así nos íbamos. Como yo era un poco más grande y jugaba bien, los chicos me hacían caso y además les gustaba verme jugar. Yo tampoco usaba los otros flipper porque los dibujos eran feos y me ponían nerviosa los gritos y las caras enojadas, llenas de músculos y venas marcadas; los pocos personajes mujeres eran casi inútiles y encima tampoco se salvaban de las venosas muecas de odio... no, eso no era para mí, los soniditos de PacMan, sus colores, las frutitas, los fantasmitas que no morían aunque te los comieras, todo era muy lindo, no terminabas con ganas de golpear al que te estaba mirando al lado si perdías el juego, en fin, un mar de razones por las cual preferir PacMan. Era el mejor panorama de mis vacaciones y yo era muy feliz. Hasta que un verano fatídico llegué y la máquina estaba más deteriorada que nunca. Todas las demás estaban como siempre las había recordado, pero PacMan estaba en las últimas. Éstabas jugando y se apagaba sola. Un día tiró chispitas y ya no prendió más. Mi verano en la playa perdió sentido. El resto de la quincena me paseaba por el lugar a cada instante esprando fervorosamente encontrarla encendida y funcionando, que el encargado nos diría que había venido un técnico a salvarlo y que pronto estaría de vuelta.... que por lo menos alguien me diera la esperanza de que vivría de nuevo el próximo verano, pero al parecer a nadie le importó. Los chicos habían crecido lo suficiente para disfrutar los jueguitos de peleas, las chicas preferían bañarse en las piscinas o bajar a la playa, todos tenían mejores cosas que hacer que perder el tiempo con un tonto juego pasado de moda. Era lo peor. Los odié a todos. Las nuevas generaciones tenían hasta palystations que podían usar sin salir de sus cabañas. Al año siguiente la máquina había desaparecido y reemplazada por más mesas de ping pong y después apareció un DDR (fueron varias las máquinas dadas de baja). Y mis veranos en la playa no volvieron a ser los mismos.
Hoy harán algunos años que no he vuelto a ir, pero lo cierto es que ninguna de las entretenciones que pueda proporcionarme una playa popular, por mi caracter casi hermitaño, lograrán entregarme las horas de diversión que me daba mi amigo Pacman y sus locos fantasmitas. Suerte que ahora con mp3 y un buen libro puedo tirarme en el cerro y pasarlo igual de bien, no solo en la playa, sino en cualquier lado. Después de todo, la tecnología también trae sus cosas buenas.
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