sábado, 24 de enero de 2009

La psicodelia no era solo cosa de hippies

Entonces eran los alocados '60. Cuando se pensaba que la estética no podía caer más bajo y sin embargo abrió nuevas puertas en direcciones más llenas de diseño y color de lo que se pudo imaginar hasta entonces. Artistas plásticos, visuales, diseñadores de todo tipo, músicos, escritores... todos ellos víctimas de uno de los principales pilares que llevaron a cabo este proceso: la psicodelia. Muchos la relacionan con los hippies únicamente. ¡Error! Es tan parte de la época como lo fueron los Beatles o los gigantes lentes de sol con marco de colores grueso y los tonos dorados en el maquillaje. Es cosa de echar un vistazo en las distintas modas y estilos, todas convergen en el delirio lisérgico, de alguna u otra forma.
Nadie puede decir que Velvet Underground o Shocking Blue es menos psicodélico que Jimi Hendrix o Jefferson Airplane. Y sin salirse de este ejemplo, tomemos la casi curiosa similitud entre Grace y Mariska, ambas hijas de la misma generación (la primera 10 años mayor); la primera la reina abeja del movimiento del peace and love; la segunda, de la naciente cultura pop. Si uno examina más de cerca se encuentra que las similitudes que saltan a primera vista son casi nulas. Pero la psicodelia presente en el estilo de ambas (y de sus respectivos grupos también) da la impresión de que una es la copia de la otra, y sin embargo son abismalmente distintas. Claro, las voces son parecidas, pero al ser empleadas en distintas corrientes musicales, puede notarse el cambio.
A modo de empujón para iniciar un simpático análisis de la influencia ácida de la década de las revoluciones alternas.



sábado, 17 de enero de 2009

Practicando la lógica

Premisa mayor: "Todos los chilenos tienen un nombre para la nueva teleserie"
Premisa menor: Yo no tengo un nombre para la nueva teleserie
Conclusión: ¿No soy chilena?
¡Eso sí que no tiene nombre!

miércoles, 14 de enero de 2009

Extracto de MIAU

"Aquella noche todo fue dichas, porque entraron visitas (...). Eran los visitantes Federico Ruiz y su esposa, Pepita Ballester. El insigne pensador estaba también sin empleo, pasando una crujía espantosa, de la cual había más señales en su ropa que en la de su mujer; pero llevaba con tranquilidad su cesantía, mejor dicho, tan optimista era su temperamento, que la llevaba hasta con cierto gozo. Siempre era el mismo hombre, el métome-en-todo infatigable, fraguando planes de bullanguería literaria y científica, premeditado veladas o centenarios de celebridades, descubriendo géneros de ocupación que a ningún nacido se le hubiera pasado por el magín. Aquel bendito hacía pensar que hay una milicia nacional en las letras.
Escribía artículos sobre lo que debe hacerse para que prospere la Agricultura, sobre las ventajas de la cremación de los cadáveres, o bien reseñando puntualmente lo que pasó en la Edad de Piedra, que es, como si dijéramos, hablar de ayer por la mañana. Su situación económica era bastante precaria, pues vivía de la pluma. De higos a brevas lograba que en Fomento le toasen cierto número de ejemplares de ediciones viejas y de libros tan maulas como el Comunismo ante la razón, o el Servicio de incendios en todas las naciones de Europa, o la Reseña pintoresca de los Castillos. Pero tenía en su alma caudal tan pingüe de consuelo, que no necesitaba la resignación cristiana para conformarse con su desdicha. El estar satisfecho venía a ser en él como una cuestión de amor propio, y por no dar su brazo a torcer se encariñaba, a fuerza de imaginación, con la idea de la pobreza, llegando hasta el absurdo de pensar que la mayor delicia del mundo es no tener un real ni de dónde sacarlo. Buscarse la vida, salir por la mañana discurriendo a qué editor de revista enferma o periódico moribundo llevar el artículo hecho la noche anterior, constituía una serie de emociones que no pueden saborear los ricos. Trabajaba como un negro, eso sí, y el Tostado era un niño de teta al lado de él, en el correr de la pluma. Verdaderamente, ganarse así el cocido tenía mucho de placer, casi voluptuosidad. Y el cocido no le había faltado nunca. Su mujer era una alhaja y le ayudaba a sortear aquella situación. Pero la eficaz Providencia suya era su carácter, aquella predisposición optimista, aquel procedimiento ideal para convertir los males en bienes y la escasez adusta en risueña abundancia. Habiendo conformidad no hay penas. La pobreza es el principio de la sabiduría, y no ha de buscarse la felicidad en las clases privilegiadas. El pensador recordaba la comedia de Eguílaz, en la cual el protagonista, para ponderar lo divertido que es ser pobre, dice con mucho calor: 'Yo tenía cinco duros/ el día que me casé' ".
Benito Pérez Galdós